Pobre vejez la de aquel que no tiene recuerdos

NUESTROS SENIORS
Dpto. Comunicación SECOT

Es primavera, la estación de la vida. Es primavera y estamos en el andén de la estación. Hemos bajado del tren, porque hemos llegado a nuestro destino. Un destino paradójico revestido por un tiempo final que anticipa uno nuevo. Estamos interiorizando que a pesar de que el tiempo siempre va hacia delante, lo vivimos en forma de ciclos, bucles y turbulencias. Cada estación es especial, cada estación es igual. Cada año es igual, cada año es especial: el tiempo es un renacimiento, como la metáfora que hemos estudiado en los libros de Historia, Arte, Filosofía…

Aunque la edad nos reúne en un mismo tiempo, este renacimiento no es igual en todos, porque los matices de la diferencia dibujan o juegan con la intensidad cromática. Pero para todos significa volver a nacer, bien sea como acceso a la vida que está por definir, bien sea como salto que escapa de la muerte.

Como siempre somos viejos aduladores de la vida, porque queremos ser inmortales. Dejadme que os diga que esta pretensión divina los seres humanos la ejercemos por el amor, en su sentido griego. Los griegos lo divinizan porque es algo sobrehumano, lo que queda o está ausente de la vida. Esta pretensión divina es para nosotros una opera coral: hemos ido entrando y saliendo a lo largo de estos años de la vida conformando distintas escenas fundamentalmente dramáticas y cómicas y esperemos que nunca trágicas. Hemos atado y desatado la existencia con formas de dominio y de libertad, formas que han modelado nuestros recuerdos, ya que sólo porque tenemos memoria, lugar de la inmortalidad, nos parecemos a los dioses. 

El tiempo, la vida a distancia, coloreará estos prístinos recuerdos de hoy. Lo único que durará será el aprendizaje de la compasión o del amor compartido.

Dejadme que os legue un lema que me legaron a mi: 

¡Pobre vejez la de aquel que no tiene recuerdos!

Es decir, vivid apasionadamente para que el otoño de la vida se llene de color.